VER lo que ve
y pintar
lo invisible
del leve
estall ido.
Manchas nombradas. José-Miguel Ullán
Caminar bajo las apariencias es una de las ideas que nos sugiere el término pasadizo: desplazarse de un espacio a otro, que en principio no creíamos conectados por ningún camino. Así, la diferencia entre pasadizo y camino se vuelve clara; en uno la vía, aunque existente, es en cierto sentido desconocida, en otro, el itinerario suele recorrerse casi de manera automatizada.
Uno de los primeros viandantes de pasadizos fue Simónides de Ceos, quien con su archimanida sentencia de “la poesía es pintura que habla y la pintura poesía muda”, dio lugar a toda una retahíla de asociaciones entre producciones artísticas, que en realidad no buscaban más que incluir a la lírica dentro del sistema aristotélico de las artes, es decir, justificar que la poesía, tal y como hoy la entendemos, también era mimesis. Aunque la verdad es que el poeta griego se estaba refiriendo a la capacidad de ambas manifestaciones artísticas para producir ciertas sensaciones mediante el oído y la vista, y no a la inclusión de éstas en un designio común que las vinculase hasta el extremo.
Es ésta también la intención que se desprende de las páginas del ensayo de Vicente Luis Mora: la de trazar o hacer visibles algunas de las sendas que interrelacionan los diferentes campos artísticos, teniendo al concepto de espacio (no olvidemos que nos estamos moviendo entre “Pasadizos”) como magma productor de éstos. Por ello, debemos agradecer su interés por ir de lo particular a lo general, modo de actuar que desgraciadamente escasea en los estudios de Teoría de las artes.
El objetivo de este libro sería pues vislumbrar el hecho de que el espacio, inmaterial por esencia, pueda tener significado. En este sentido, la Arquitectura como “medio ideal de transformar un lugar en un espacio” -paso con el que lo informado adquiere contenido- va a ser uno de los ejes fundamentales de todas las tesis propuestas y rescatadas, por Vicente Luis Mora, de otros autores.
Los dos primeros capítulos del texto ejemplifican de manera sobrada el afán ordenador de todo ser humano y por consiguiente de todo artista. El ordenar significa aquí estructurar, organizar y, claro está, construir un espacio. El problema estaría cuando alguno de los órdenes creados se pregona como único y hace que la mirada de todo espectador quede regulada por él. Y es aquí donde de manera extraordinaria suelen intervenir lo artistas para desestabilizar el sentido común y sumarle a éste nuevas perspectivas. Si es cierto que han sido muchos los escritores que han intentado retratar el mundo, también lo es que todos han fallado en su intento. Incluso Proust, obsesionado con hacer una copia exacta de lo real, sólo conseguía, tal y como dice Ingarden, representar un “aspecto”, es decir, sólo uno de los espacios posibles. Pero es este aspecto el que interesa en literatura y el que otorga un sentido añadido a la obra, en tanto que elemento de su estructura. Caso contrario al de Proust y comentado en estos Pasadizos sería el de Wallace Stevens, quien mensura mayor inmensidad, con la única ayuda de un jarro.
En “El espacio aprehensible” aprehendemos nosotros el sentido de esas “ausencias reales” a las que el autor hace mención en la introducción del libro. Gracias a un texto de John Berger y a su comentario, las ausencias reales quedan identificadas con ese espacio dentro de la composición, que regulado (como pretendía Valéry) o no por el artista, consigue aumentar la potencialidad semántica de toda obra de arte y no sólo de las específicamente “espaciales”. En este sentido, podríamos hacernos con una de las tan acertadas distinciones propuestas por Bajtín, como es la de “formas arquitectónicas del objeto estético” y “composición de la obra”. Las formas compositivas están destinadas a realizar la tarea estructural que las formas arquitectónicas han organizado en el objeto estético (no debemos confundir aquí objeto estético con obra de arte, que sería ya la percepción sensorial reglamentada de un concepto). De este modo, en ese paso que va entre las formas arquitectónicas, existentes únicamente en el pensamiento estético y las formas compositivas, que ahora sí, organizan el material en función del objeto estético, cabe un margen, un espacio de indeterminación que, como dice Vicente Luís Mora, se suma, en tanto que ausencia real, al significado simbólico de la obra. Pero esta utilización del espacio no se reduce como dice el autor de Pasadizos a “arquitectura, pintura y escultura: continúa hasta el texto”. Y si utilizamos esta tesis de Bajtín es precisamente porque el teórico, en lo que estaba pensando especialmente cuando hacía su ensayo de “El problema del contenido, el material y la forma” era en la Literatura. Vemos así cómo el espacio en el que se materializa el objeto estético y hace que éste se convierta en obra de arte, juega un papel importantísimo en la construcción de su significado.
Este hecho va a quedar perfectamente ilustrado con Mallarmé y su “nueva conciencia de la página”. Es cierto, y en este ensayo se pone de manifiesto, que la tradicional separación entre “artes del tiempo” y “artes del espacio” hecha por Lessing en su Laocoonte, podía ser aplicada a mucha de la producción artística anterior y coetánea al filósofo, puesto que había una clara diferencia entre las escenas representadas por la pintura o la escultura y las descripciones de la literatura. Pero el arte moderno, y según se nos demuestra aquí, con Mallarmé a la cabeza, supo rebasar esos límites y hacer de lo literario no sólo una secuencia temporal, sino un recorrido espacial. A partir de Mallarmé y Un golpe de dados resulta imposible que ningún lector no repare, aunque sea de manera intuitiva, en la disposición del texto, pudiendo con ello crear itinerarios alternativos a la secuencia lineal. Nos dice Vicente Luis Mora que él ha realizado todas las lecturas que ha encontrado posibles en este poema y con ello, nos ratifica la idea de Iuri Lotman de que la poesía admite cuanto menos dos regímenes de lectura; el del lenguaje natural (suma de signos lingüísticos) y el del lenguaje literario (interrelación de los signos hasta hacer del texto el signo mismo). Tampoco dista esta visión lotmaniana de la de Octavio Paz, recogida en este libro, a la que el poeta mexicano suma la noción del vacío, del silencio significante en el poema.
Enlazando esta propuesta con las tesis de Bernard Nöel, nos muestra el autor de estos ensayos la analogía existente entre el espacio escrito y el espacio mental. La hipótesis de Vicente Luis Mora es que la tradicional y ya comentada anteriormente interrelación entre poesía y pintura ha sido sustituida por una nueva conexión entre poesía y arquitectura “o, si se prefiere, entre la poesía y un concepto de imagen menos bidimensional que el plástico”. Rescata para esta tesis dos elementos propuestos por Nöel, a los que califica de indispensables en la constitución de todo el ensayo: “por un lado, la concepción del espacio como significativo; por el otro, el deletreo del trípode semántico del poema: el espacio en blanco, el espacio análogo al mental en el que el poema sucede, y por último, el espacio mental”. Todo ello estaría relacionado con la idea ya pregonada por Aristóteles de que la mente organiza el pensamiento como en una pintura, creando con ello espacios y vacíos significantes. De todo lo expuesto se desprende que “es necesaria la aprehensión del todo de un texto a partir de la ordenación sistemática de sus partes. Y toda ordenación es partición regular de espacio, como en los cuadros de Mondrian” y que por ello, el espacio mental, el espacio análogo al metal y su materialización en el espacio de la página, configuran una arquitectura semántica que traspasa los límites no sólo de lo escrito, sino también de lo expresado.
A ello, podríamos añadir las consideraciones hechas por Mario Praz en su Mnemosyne a tenor de las teorías del filósofo italiano Antonio Russi. Se sostiene en este libro que la percepción estética de una obra de arte sólo se realiza plenamente cuando en ella interviene la denominada “memoria estética”, y no porque en una determinada manifestación artística se intente englobar a todos los procedimientos artísticos. Con ello, se da cabida a ese espacio mental, condicionador significativo de la obra, con la intención añadida de vincular en él a todas las representaciones artísticas, encerradas en la memoria estética. Cosa que, por otro lado, hace que la conexión entre literatura y arquitectura o cualquier otro arte quede aún más reforzada. Ahora bien, podemos darle mayor o menor credibilidad a lo que Praz y Rossi sostienen, pero lo que no podemos negar es que su teoría representa otro acercamiento al concepto de espacio significativo, propuesto por Vicente Luis Mora.
Sin duda, la idea de que la ordenación de los signos interviene en la significación del texto es la que más nos convence a la hora de extrapolar categorías de un arte a otro. Leemos en Pasadizos: “El espacio, otra vez, llega a ser algo más sobre la página, una sintaxis que rige la falta de sintaxis, un nuevo orden que puede dar significado a lo escrito, que puede hacer signo el garabato y mensaje el signo” y con ello entendemos que si Baudelaire nos proponía en sus poemas una estructura multidireccional gracias a la utilización de equivalencias fónicas o sintácticas, en la poesía contemporánea (que ha dejado de basarse, como dice Vicente Luis Mora, en la rima y la estrofa) la distribución de la palabra sobre el blanco de la página crea arquitecturas, intervenciones espaciales, que se suman a la significación gramatical de los signos.
En este sentido, no debemos olvidar, aunque aquí sólo se citen de pasada, las tesis de Iuri Lotman en torno a la estructura del texto artístico. Según el semiótico ruso, el contenido de una obra de arte (aunque se refiera en especial al arte literario) no puede extraerse de la suma de sus “citas”, es decir, de la lectura acumulativa de frases o conjuntos de signos, sino de toda la estructura. Y para ilustrar esta idea se sirve, igual que muchos de los pensadores mencionados en Pasadizos, de una metáfora arquitectónica al sostener que “el investigador literario, que busca la idea de la obra en unas citas, se parece a alguien que buscara la idea de un edificio detrás de las paredes, en lugar de buscarla en la estructura del edificio” (en el plano). Lotman dice esto porque, como buen semiótico, se preocupa por el contenido de la obra literaria, al que no duda en relacionar con la forma, y con ello, no se aleja de la idea de Vicente Luis Mora, que de la misma manera, se está preocupando por la semántica del espacio, como elemento estructural y significativo.
Aunque también le debe Lotman mucho, en relación a esta tesis, a Bajtín, para quien la arquitectura de la obra o estructura (él utilizó la misma metáfora) era la vinculación entre materia y contenido. La cuestión sería que para estos y otros de los autores aludidos en Pasadizos, quizá la arquitectura de la obra literaria no sea más que una metáfora explicativa de la estructura artística y no una condición de la misma. Sin embargo, Vicente Luis Mora nos dice que “La literatura ya no puede concebirse fuera de la Arquitectura, alejada de las dimensiones urbanísticas en las que cada vez más se desarrollan la mayoría de las relaciones humanas. Leamos el lugar. Localicemos, en fin, la escritura” y aunque no lo explicite en este libro, nos lo ejemplifica con su extraordinario Circular. Pero a pesar de todo, seguimos en desventaja con respecto a la Arquitectura, puesto que ella dialoga con un espacio exterior (físico) cambiante, que además se equipara y a la vez se distingue del suyo, mientras que a la escritura sólo se le brinda el espacio en blanco de la página.
No resulta raro en nuestros días que el espacio sirva para concretizar el tiempo, para objetivarlo y que ambas categorías, antes separadas, se presenten de manera conjunta. De ahí que la sistematización de Lessing haya quedado obsoleta, si no tanto para las obras de arte en sí (que ya no representan de manera invariable unas el tiempo y otras el espacio), por lo menos para la experiencia estética. Puesto que, por ejemplo, con la escultura la experiencia se desarrolla en el tiempo que tardamos en recorrer su espacio. En relación con la experiencia literaria esto tampoco deja de tener sentido, en tanto que la lectura de una obra ha de hacerse de manera simultánea (que encuentra en las nuevas tecnologías uno de sus mejores aliados), tal y como propone Vicente Luis Mora a propósito de las palabras de Dondis. Si pocas veces un poema cobraba su sentido en una lectura lineal, mucho menos lo hace en la situación actual de la literatura, donde la estructura del texto artístico (superpuesta al lenguaje natural, en palabras de Lotman) empuja al lector a recorrer los pasadizos entre unas palabras y otras.
Se desprende de todo este discurso la importancia que la escritura y la palabra tienen en la comunicación de los individuos. Pareciera que este material, aun siendo el más artificial de todos con los que trabajan las artes, fuera el de mayor capacidad expresiva. Aunque por otro lado, entendemos también que el lenguaje artístico al sobreponerse al natural, colabore con éste en la tarea expresiva. En este sentido, ya Kant advirtió de que el arte era capaz de dar cuenta de aquello que se le escapaba a la razón, del volumen significativo de la imaginación, aproximándonos a las tesis reivindicadas en este ensayo.
También la omnipresencia del texto es denunciada en este libro. En “Una poética del espacio” vuelve a reivindicarse la colaboración de sistemas artísticos en pos de una mayor comunicación de contenidos, y se nos advierte del peligro que entraña el hacer del discurso en palabras, el relato legitimador de una obra de arte.
A pesar de que el escritor anuncie en el “Prefacio” que se va a situar en su “yo moderno”, no se puede obviar que al relacionar tan directamente la literatura y la arquitectura esté apuntando en cierto sentido a las tesis que vincularon a la literatura “posmoderna”, en tanto que categoría, con la arquitectura. En Cinco caras de la modernidad de Matei Calinescu se nos relata cómo la primera definición del término “posmoderno” vino de manos del mundo de la arquitectura con la intención de reivindicar un arte en cierto sentido independiente del funcionalismo moderno. Leemos en el capítulo “Sobre el postmodernismo” de Calinescu: “Lo disfrutable, deliberadamente excluido de la austera estética moderna, ha sido totalmente revalorizado por los postmodernos, no sólo en arquitectura y las artes sino también en literatura (como ha insistido Umberto Eco, siguiendo a John Barth)”.
De ahí que los arquitectos en los que se apoyan muchas de las ideas de Pasadizos, aunque no sean en esencia posmodernos: Norman Foster, Jean Nouvel,… o sí, como Calatrava o Aldo Rossi, tampoco son modernos (a excepción de cuando se nos habla de Mies van der Rohe, Le Corbusier, etc.). En este sentido, se disfruta del “Abecedario incompleto sobre arquitectura y literatura” a modo de un Fragmentos de un discurso espacial, por su ejemplaridad y cercanía temporal.
Vicente Luis Mora nos brinda con todo ello un libro sobre correspondencias, en el que lo que más nos asombra es su propia capacidad relacional, no siendo posible así dar cuenta de todos los espacios simbólicos aquí relatados, sin recurrir (tal y como decía Tolstoi) a la copia de sus palabras: “los textos ya no sólo se leen: también se miran”
ROSA BENÉIEZ.