Cuando miro
hacia abajo
siempre quedo más pequeño.
Por mirar.
Espaldamaceta
Esa extraña sensación que uno experimenta cuando se tumba boca arriba en la cama, en un sofá o en la hierba, de que los pensamientos se van asociando sin que nuestra mente ejerza control alguno sobre ellos y que resulta de intentar dar forma a esa retahíla de ideas-destello, se asemeja a la experimentada con algunos de los poemas de Un fragor indeterminado de Luis Muñiz. Sería ingenuo pensar aquí, que si el lector tiene tal sentimiento es porque está experimentando lo mismo que el autor sintió al escribir sus poemas, ya que muy por el contrario lo que encontramos en este libro de Muñiz es una reflexión sobre la capacidad de representación de sentimientos como éste, que no se adecuan a las categorizaciones más comunes y que paradójicamente padecemos continuamente en nuestra vida cotidiana.
La vida, a la que sólo conocemos mientras vivimos, dice el autor, se entiende en estas páginas como el ruido de fondo, el rumor incesante que nos acompaña todos los días y al que precisamente por esa monotonía y en nuestro afán de buscar lo sorprendente, no atendemos como deberíamos.
De ahí que los recursos del monólogo interior, la declamación a un tú que somos todos, que es el hombre, y en ocasiones (sobre todo en la primera parte), la interpelación a los sujetos que más contribuyen en la conformación de un yo -los más cercanos- son los que posibilitan un acercamiento a esas esferas, tanto sensitivas como intelectuales, que hemos apartado de nuestra experiencia vital. Tal focalización se lleva a cabo bajo un punto de vista sino omnisciente, dada la imposibilidad reivindica además aquí de algo así, por lo menos multiperspectivista de la realidad. El propio sujeto poético llama la atención sobre ello y reclama el valor de la acción en sí misma, sin la necesidad de que su formulación en imágenes, conceptos o poemas venga a justificar su valía y su verdad: «Falta la seguridad de que lo has hecho, porque no te has visto haciéndolo.»
Esta postura, que en cierto sentido podría entenderse como una profunda aversión a las epistemes, en realidad es más una advertencia a no olvidar que estamos dentro de ellas y una petición de que, a pesar de que juguemos según sus reglas, sigamos disfrutando del juego: «Nunca has deseado otra cosa que ver y, al mismo tiempo, verte viendo que ves; pero las veces, pocas, que estuviste a punto de lograrlo, las pocas veces que la membrana te dejó pasar por uno de sus poros, malgastaste toda tu fuerza en saber que había ocurrido para que pasaras:…» En este sentido, la propuesta es clara y nos sitúa en el centro de un campo energético, donde tanto el lenguaje como la vida ejercen su fuerza sobre nosotros, y en el que debemos guardar una relación armónica entre cualquiera de los extremos, permaneciendo en «el núcleo».
Todas estas nociones a las que en esta reseña estamos intentando llegar, sin la necesaria equidistancia antes mencionada, pues un discurso como éste cojea de una de las patas, son no sólo expresadas sino puestas en práctica en Un fragor indeterminado. De ahí que la poética que se desprende de todo el libro sea la misma reclamada en sus versos:
«Porque todo en realidad puede llamarse/ de alguna otra forma, y está bien que así sea/ pues uno puede arrogarse el prurito de dar a las cosas/ un nombre tercero, que es, al fin y ala postre/ de lo que trata este baile.»
Es precisamente este tercer elemento, que no supone la síntesis de una dialéctica, sino el punto tercero como representante de todos los demás puntos posibles, todas las potencias, el que va de lo simiesco referido en algunos poemas, a la Razón mentada en otros («La búsqueda de la palabra justa puede ser una maldición. / La tribu ya no quiere depurar su lenguaje»). No consiste en apartar la vida, tomar distancia o «perspectiva». El modo en el que se llega a esa postura, que da cabida a la posibilidad y que no cierra el campo de acción, como la noción de «descubrimiento creativo» de Peirce (idea que actualmente manejan disciplinas tradicionalmente rígidas como la ciencia y que es resultado de la pérdida del ideal de certeza) es el que la madre del poema «Carta al hijo» le recomienda a éste:
«Es lo que te decía antes: hay que hablar, hablar, hablar;
Las familias deben hablar: lo que no se habla se enquista y se…
En fin, ya sabes, no es bueno.»
Recuerda éste al diagnóstico hecho por cierto pensador sobre la fosilización de las metáforas (que sin duda recoge después ese otro, encargado de poner el acento en las epistemes) y comentado no hace mucho aquí en relación a otro poeta que enunciaba que «el lenguaje se necrosa como el coral». Así, la arqueología llevada a cabo por Muñiz rescata sensaciones, situaciones, pensamientos, acontecimientos y los vuelve a poner en lenguaje vivo.
Esta tarea constructiva, nunca reconstructora, es algo así como la postura que otra poeta, Olvido García Valdés, adopta en su trabajo: el poeta es un hueco que la realidad va penetrando. De este movimiento surgen los espacios. En Un fragor indeterminado, este trabajo de sentido -una cierta hermenéutica de la vida en homenaje a Ingarden- no intenta, como ya decíamos, fijar, resolver, dar sentido (también en su acepción espacial-unidireccional) a las cosas, sino hacer y caminar, disfrutando del paisaje. «De rellenos y de moldes, piensas, es de lo que va todo esto; de espacios vacíos y predeterminados que hay que rellenar de indeterminación, pues no de otra cosa rebosa la vida» Es la comentada necesidad de hacer ruido y de escucharlo, de darle ritmo, y de que los deseos no nos vengan impuestos, sino que prestemos atención a los propios.
Así, de esa intuición que sobreviene en la cama, el sofá o la hierba, «Al menos, en esta ocasión puedes reconocer un movimiento aunque el orden que habías empezado a atisbar, la mera colocación de los miembros, se ha diluido sin que sepas muy bien cómo en otro fruto gasificado de tu mente, en un nuevo intento de ponderar una a una, las condiciones del encierro»
ROSA BENÉITEZ ANDRÉS
me gusta la manera de transmitir de este escritor.