No hay miel sin hiel
Refrán
El mes de julio está de nuevo aquí para recordarnos, por lo menos en el ámbito literario, dos cosas: 1. que las personas que normalmente no leen, se transforman en ávidos lectores a la orilla del mar, y 2. que lo que leen debe ser algo gordo en páginas, por si el resto del año no tuvieran tiempo o ganas. Esta temporada la obesidad literaria de turno tiene tapas negras y su autor viene de lejos. Y esto es así cada verano. Sin embargo, sin irnos muy lejos de esta pesadilla (en kilogramos) editorial, debajo podemos encontrarnos con una sorpresa apenas perceptible al tacto: tollas made in china. Y es que, desde que se abrieran las fronteras de la Unión Económica Europea, el comercio de las tan apreciadas toallas portuguesas ha caído en picado y ya apenas nos interesa la procedencia del marca-territorio playero por excelencia.
Peor suerte ha tenido la literatura de este país, que ni siquiera llegó ser objeto de contrabando en las fronteras de Elvas o Vila Real de Santo António, por lo que es difícil ver, en una playa abarrotada de «Pessoas», a otros autores portugueses. Pero últimamente la cosa parece estar cambiando. Tras la reciente traducción de Ruy Belo, tenemos también ahora la oportunidad de leer una obra culmen de la literatura portuguesa reciente y preciosamente traducida por Xavier Rodríguez Baixeras: Uma abelha na chuva (1953), de Carlos de Oliveira. La cuestión que surge de todo esto es la que tiene que ver con validez e, incluso, con la relevancia de esta obra en la actualidad; dicho en otras palabras: ¿qué es estéticamente aprovechable de Una abeja en la lluvia tras medio siglo de existencia? O ¿por qué se hace necesaria su traducción? Mucho ha llovido en literatura desde entonces, no en vano –y a favor de una literatura inagotable-, en general, la obra de Carlos de Oliveira se muestra como la superación de una tradición con miras hacia otros lenguajes, hacia una renovada escritura. La elección de la publicación al español de Una abeja en la lluvia cobra sentido si tras ella se publican Casa na duna (1943) y, sobre todo, Finisterra. Paisagem e Povoamento (1978), verdadero punto y aparte de la literatura en portugués de finales de siglo XX. Tenemos, pues, la obra de mudanza de una escritura, la de Carlos de Oliveira, que parte de aquello que se convino en llamar realismo, pero que ya no volvería nunca a las normalidades literarias, si es que eso tiene cabida en la ficción. Y es que esta obra es, sin duda, la vía de escape de una opresión que tiene que ver con el hacer literario de una escritura que acepta su propia transgresión. Atravesada como está por los versos encubiertos de su autor, la convención, en tanto que represión, de temas, personajes y hechos conforma una fabulosa tragedia que sabe a las de siempre, pero endulza como pocas. Así, un comienzo para dejar con la miel en los labios: Hacia las cinco de una tarde invernal de octubre, un viajero entró en Corgos, a pie, tras la ardua jornada que lo había traído desde la aldea de O Montouro, por malos caminos, hasta el pavimento adoquinado del pueblo […]
I. Frente a lo voluminoso de los bestsellers, Una abeja en la lluvia es una obra enclenque, de capítulos cortos, frases breves y escritura clarísima. Esto, evidentemente, tiene truco. Que se acabe rápidamente su lectura, no quiere decir que esta labor haya concluido. El esquematismo con el que Carlos de Oliveira lleva a cabo la construcción de su novela, supone un grave ejercicio de elección de aspectos (como lo hacían Aristóteles e Ingarden), no porque no quiera dar cuenta de una realidad completa –cosa imposible en arte- sino porque, precisamente, nos quiere llevar, a partir de aspectos concretos, a una realidad distinta. El gran simbolismo de la obra se debe a eso, y también a la estratégica colocación (en la ficción) de la metáfora del trabajo de las abejas en una colmena, lo que se convertirá en un natural correlato (esquemáticamente geométrico: la colmena) de los hechos que los hombres producen:
«[…] los insectos comedores de polen (como él decía), simbolizaba en la dulce destilación de los panales lo que la Vida, la Naturaleza, Dios o lo que fuese podía arrancar de bello y sabroso al tiempo, una filosofía nacida de tres o cuatro jornadas de huerta, ausente en realidades vivas, botánicas o animales, porque el doctor Neto amaba la realidad y solo de aquí partía hacia abstracciones, simbologías campestres en las que la miel, por ejemplo, alcanzaba la cualidad de suma perfección.»
Si la miel significa aquí un ideal de felicidad, la hiel es paradigma de la amarga realidad. La obra se sitúa en este contraste simbólico, que es el que manifiesta la frustración de los personajes al no poder realizar una vida rural idílica. La aldea O Montouro es un enjambre lleno de tensiones que afecta directamente a las relaciones de sus habitantes. Por eso, la marcada oposición entre lo ideal y lo real los lleva a una mayor presión surgida en el par creación y destrucción. Esta es la idea trágica que subyace en una pregunta que Álvaro Silvestre se plantea en la página 68 y que ya no cesará de repetirse dentro de su conciencia a lo largo de la novela: ¿Qué son vida y muerte?
II. La novela comienza con la escapada de Álvaro Silvestre desde O Montouro hasta Corgos con el fin de desvelar públicamente (mediante una carta al director en el periódico A Comarca de Corgos) el infierno que vive en su hogar. De los problemas conyugales con Maria dos Prazeres (significativa ironía la de este nombre), derivados en su mayoría de cuestiones de hacienda, se acaba por adentrar en un nivel más profundo en el que se involucran lazos de sangre y linajes hechos de injertos. La interrupción «natural» de estas estirpes converge en un punto muerto al que ambas llegan: por un lado, Álvaro Silvestre (labrador enriquecido por la tierras heredadas de los Silvestre) y Maria dos Prazeres (hija de los Pessoa de Alva Sancho, hidalgos venidos a menos). El matrimonio consigue que los dos personajes sobrevivan en un estado de sometimiento e insatisfacción (también sexual) absoluto. Sin embargo, -he aquí algo interesante- los dos padecen a la vez lo que cada uno produce para el otro: hostigamiento, castigo, celos y odio. En esa destrucción mutua se construyen estos personajes principales que, a su vez, intentan escapar de su vínculo insalvable por medio del alcohol (en el brandy de Silvestre que embriaga cada una de las páginas de la obra) o el menosprecio hacia todo ser (en los latigazos que desfogan la represión de Maria dos Prazeres). Están atrapados pues, en el mutuo recelo, empero la potestad es tan absoluta que ninguno de los dos consigue dominarla. ¿Cómo acabar, entonces, con ella?
«Se levantó [Álvaro Silvestre] con dificultad y agarrando por la sal todo lo que tuvo a mano decidió acabar con los retratos. Trémula furia de borracho. Los Alvas, los Pessoas, los Sanchos recibían libros y botellas en las jetas, vasos y tinteros en los morros, jarras, ceniceros, desperdicios en las narices. Cristales rotos producían un sonido agudo en la oscuridad, objetos pesados caían sordamente sobre la alfombra.»
III. Oliveira dibuja con su escritura un paisaje claroscuro con muchas sombras y algunas luces. Las pocas que hay son las de los relámpagos de las continuas tormentas que, casualmente, provienen del negror de los cúmulos nubosos. Tal es el efecto que se consigue con cada capítulo de Una abeja en la lluvia. Como si de una especie de fundido en negro se tratase, una sombra abre y cierra cinematrográficamente cada escena. Por tanto, lo que leemos es tan sólo una pequeña parte de lo que ocurre en la totalidad de la historia o, mejor dicho, la historia literal de esta novela es únicamente lo escrito, dejando así una discontinuidad en la trama que necesariamente conduce a un trabajo de interpretación. La forma, como vemos, se corresponde con su contenido, puesto que lo que queda finalmente plasmado en lo escrito son los momentos de mayor forcejeo narrativo. Así, la sombra que rodea la fábula y que traba a la trama es, en realidad, un espacio narrativo plurisignificativo: el cerco en el que se circunscribe la novela, la opresión en la condensación de los hechos y el olvido como destino para los momentos apacibles o de felicidad. De esto último también se alimenta el simbolismo.
IV. Otros personajes pueblan las páginas de la obra. Las relaciones que se establecen entre ellos, como ocurre con la unión matrimonial de Álvaro Silvestre y Maria dos Prazeres, es de desconfianza. En cambio, y a diferencia de ellos, el resto de personajes sí mantienen una relación original (sentido de la vecindad, amor, etc.) hasta la intervención (manipulación por venganza) de la mala conciencia de Álvaro Silvestre en ella. Este punto es crucial, porque la inestabilidad ha superado los muros de la casa del matrimonio para instalarse de manera trágica (a la antigua) en la aldea. El dominio que ambos ejercen sobre el resto de personajes es un hecho innegable, incluso para decidir la culpabilidad (moral) o no de los sucesos.
V. El tiempo es un elemento doblemente simbólico. Destaca, en primer lugar, un tiempo presente que se desvanece (posmodernamente). Las tensiones entre el pasado que se pretende olvidar por aciago y el futuro que se idealiza en la fe materialista del progreso, hacen del presente una ensoñación real, una cotidianidad enrarecida y delirante. Los actos de conciencia de los personajes están tan cerrados sobre sí mismos que, al final, las acciones físicas no se parecen en nada a aquellas. Por eso, la confusión entre estados de conciencia y estados físicos es el verdadero tiempo de la novela. En segundo lugar, hay un tiempo meteorológico trascendental para entender Abeja en la lluvia. La lluvia aparece paulatinamente al comienzo de la novela para convertirse en tormenta o cerrazón sin fin en las últimas páginas. Este hecho propicia la dificultad vital, sobre todo laboral, con la que todos los personajes están obligados a convivir. La opresión natural de la lluvia traslada a los pobladores de la aldea O Montouro al refugio de sus casas, espacios físicos por los que se mueven, y, simultáneamente, hacia otro lugar más resguardado de la lluvia, pero no del narrador: el espacio de la conciencia.
VI. El trayecto de la descripción (superficial) a la conciencia (profunda) es realizado por una voz de voces. El omnisciente narrador de los paisajes rurales pasa de conciencia en conciencia sin ser apenas percibido. El cambio de la tercera a la primera persona es tan sutil que no se sabe bien cuando habla la conciencia o la palabra es pronunciada por los personajes. La fallida extensión de la conciencia hacia niveles factuales es otra muestra de este ejercicio de represión literaria, como se observa en el caso de Maria do Prazeres:
«[…] Lo odio por haber contado lo que era solo mío, tan íntimo que, de haber podido, me lo hubiera ocultado a mí misma.»
De nuevo nos hallamos ante la común dicotomía exterior-interior, aunque en esta novela es muy significativa por darse ésta en un doble sentido: si la presión se realiza ya del exterior al interior (de la naturaleza al hombre), la conciencia efectúa su labor de filtro moral (del hombre con lo que le rodea), impidiendo que los personajes lleguen a expresarse con libertad. De ahí que la comunicación entre los conciudadanos de O Montouro sea una auténtica incomunicación, donde funciona el chismorreo, la hipocresía y las apariencias.
VII. «La casa continuaba silenciosa como un sepulcro de altas paredes». Además del espacio interior que conforma la conciencia de los personajes, hay un espacio no tan interior, pero a medio camino, espacio entre la narración de la conciencia y la narración externa a ella. De todas maneras resulta un espacio cerrado y propicio para la contención. Tanto uno como el otro son grados de represión. Son, no obstante, las ventanas que pueblan la novela la vista ampliada donde el observador que controla los aconteciomientos lleva a la práctica su función totalitaria. En este sentido, la casa de los Silvestre-Pessoa es el centro controlador de las vidas del resto de los personajes.
VII. «La abeja fue atrapada por la lluvia; latigazos impulsos, hilos de aguacero enredándola, golpes de viento hiriéndole el vuelo. Dio con las alas en la tierra y una ráfaga más fuerte la despedazó. Se arrastró por el guijo, se debatió aún, pero la vorágine se la acabó llevando con las hojas muertas.»
ANTONIO J. ALÍAS