¿Por qué Deleuze?
Slavoj Žižek, Órganos sin cuerpo
Cuando el 4 de noviembre de 1995 Gilles Deleuze saltaba por la ventana de su casa en París era consciente de poner fin a una existencia organizada: el cuerpo registrado como ‘Gilles Deleuze’. La caída tuvo sus consecuencias reales, incluso antes de que se abriera una ventana de la Avenida Niel, en el distrito XVII de la capital francesa. La primera de ellas fue refutar en términos de resistencia la máxima “lo que puede un cuerpo” de Spinoza y la segunda -relacionada con la anterior- cuando el filósofo entiende este mismo cuerpo como lugar de mediación entre la física y la metafísica. Porque antes y después de la caída su pensamiento se mantuvo, quizás, más allá de ese campo a través, el cuerpo, aunque paradójicamente ello suponga aceptar la sistematización de unas ideas que se concretan en la escritura de una obra. La contradicción (perfectamente poética) que podemos denominar deleuziana, no es otra que haber creado un sistema de pensamiento a partir de una resistencia tenaz al Sistema, a la Institución, en definitiva, al establecimiento de un Estatus Quo, incluída la Filosofía en tanto que disciplina académica. Precisamente esto, que hace al sistema de pensamiento deleuziano vulnerable, imperfecto y cuestionable, es la falla que lo hace funcionar. Las grietas son parte de la estructura, como dice mi abuela. De ahí los fundados reproches de Žižek al francés; en palabras de éste, Deleuze se apropiaría –y no desmantela, de ahí su diferencia respecto a Derrida- de una tradición filosófica anterior al hablar por medio de ella. Es decir, si Deleuze es filósofo, es porque bebe y se alimenta del sistema filosófico que tantas veces repudia. Habría que preguntarle al filósofo esloveno qué ha hecho él, si no, con Deleuze para tal crítica.
Pullitas aparte, la inversión del concepto deleuziano (del cuerpo sin órganos a los órganos sin cuerpo) que lleva a cabo Žižek resulta, en realidad, otra vuelta de tuerca sobre la acción crítica, ya que, en vez de describir la caída de un sistema (el deleuziano) como pretende, consigue algo más interesante o válido para la estética: constatar el sistema de una caída. Si así es como se la ingenia la teoría crítica, al arte le corresponde ponerlo en práctica con su propio ejercicio suicida. El hombre que vio caer a Deleuze, de José Vidal Valicourt, participa de esta caída (o caídas) al escribirse en literatura, lo cual también tiene sus consecuencias. Para empezar, no se trata de un cuerpo textual homogéneo y compacto, sino de relatos fragmentados tras el golpe. Los restos que un día fueron cuerpo dejan paso a una colección de cuerpos ficcionales en su escritura. Nunca una caída fue tan provechosa. Es por eso que este autor, de formación filosófica y blanchotiano, es capaz de crear concepciones bajo el pensamiento de otros escritores y filósofos, al mismo tiempo que se deshace de los tópicos de una literatura posmoderna. Y esto escribiendo desde ella. Muy próximo a la narrativa que en estos momentos se hace en España, estoy seguro de que la lectura de Vidal Valicourt va a suscitar ideas encontradas: si esto es original, si no será más de lo mismo… Es pronto para decirlo, pero pensad ya en un Fernández Mallo ocupando sillón en la Real Academia y en la literatura mutante peinando la raya. Dicho de una forma más directa: ¿hay necesariamente algo después de la (pos)modernidad en literatura? No hay debate más antiguo en crítica literaria, oye.
Lo que puede un fragmento (Spinoza es Blanchot). Los relatos que componen El hombre que vio caer a Deleuze son fragmentos íntimamente relacionados entre sí. Hay fragmento, pero también hay red, algo que los hace afines, una intertextualidad sutil. La tendencia última al fragmento en la literatura actual, como es sabido, no es nueva y para ello es preciso hacer referencia al género romántico por excelencia. [Recensión]. Si se tiene en cuenta que el fragmento romántico tuvo como aspiración restar fuerza a la sistematización que se imponía en el panorama estético ilustrado, se entenderá bien su carácter ambiguo en tanto que posibilidades creativas. Sin embargo, la búsqueda romántica de un discurso expositivo a la vez que poético acabó, paradójicamente, en una solución intermedia, tal y como explicita F. Schlegel al afirmar que “es igualmente mortal para el espíritu tener un sistema o no tener ninguno. Deberá decidirse, por tanto, vincular ambas cosas”. Estas palabras, que son de finales del siglo XVIII, mantienen su vigencia epistemológica hoy día. De aquí nacen los sistemas de fragmentos, poderosa arma estética que resquebraja cualquier discurso lineal y que da inicio a la ruptura de uno de los principios de certeza estéticos más trascendentales: el YO.
Este proceder funciona en El hombre que vio caer a Deleuze, si bien es cierto que de manera más compleja y lleno de matices arrastrados de otras estéticas posteriores a la romántica. En cada uno de los relatos-fragmentos aparece un Yo en situaciones límite (esquizofrenia vitalista) que utiliza la ficción delirante como metapoética. Ejemplo de ello es aquel titulado Lynchada o cómo diluir el yo, donde el personaje se defiende de las categorizaciones propias de la estética: “Cansado de tanta teoría literaria y conspiraciones zen californianas, le digo que mi yo es muy sólido, indestructible”. Este conflicto metaliterario va unido fuertemente al del sujeto moderno lukacsiano, al héroe problemático que se cuestiona y se busca (presente en todos estos relatos), hasta derivar en la multiplicidad de “seres ex: extraños, excéntricos, extraviados, extranjeros” tan deleuziana. Por tanto, todos estos yoes pueden ser diferentes personajes (con espacios propios) emancipados de un Yo universal o, al contrario, un yo mismo disgregado en las partes infinitas e ínfimas de su ficción. De una forma u otra, al final rezuma la idea de dispersión de Blanchot como experiencia literaria: “es la aproximación a lo que escapa a la unidad, la experiencia de lo que es sin sentido”.
«Se te acaba el argumento y la metodología», Shakira dixit. Sí, tuvo que ser ella. La única dentro del Star Sistem capaz de cantarlo sin que nadie se diera por aludido. Shakira ha supuesto en la industria del pop lo que Lyotard en el asadero crítico: la legitimación de la conjetura. En 2010 esto ya nos parece obsoleto. Ser posmoderno es vintage y Shakira ya no vende tantos discos. Mientras, la literatura reciente se ha ido llenado de topos Paris-Texas con desiertos teorizados por Baudrillard, habitaciones de hoteles de medio pelo y nómadas de meseta castiza. Sin ir más lejos, Afterpost está llena de críticas que apuntan a estos rasgos que conforman el conjunto de características posmodernas en literatura. Todo esto está en El hombre que vio caer a Deleuze, como también las matanzas a lo bowling for columbine, la literatura revisitada, la interdiscursividad, la autorreferencialidad, Godard, Cortázar, Tom Waits, Rulfo, la incertidumbre, las sábanas, el Yo (él) y Tú (ella), las apariencias… Y aunque parezca que mis palabras van a desembocar en una mala crítica, el argumento que se agota y la metodología que se repite muestran, realmente, que todo sigue y que la literatura continúa; que se escribe después de Nocilla dream hacia nuevas direcciones y sin complejos. Si en algo destaca esta obra de Vidal Valicourt es, justamente, en inscribirse dentro un sistema narrativo o paradigma que se está convirtiendo en referencia para los nuevos escritores y resultar, a todas luces, fresca. Hay algo en ella que suscribe los tópicos posmodernos, pero también los pone en tela de juicio en cada página. Podríamos preguntarnos de dónde viene, pues, su interés como lectura novedosa, sin saber si ésta es la pregunta adecuada. Confundido respondería que en sus versos; conscientemente, en creerme una y otra vez la caída en literatura de Gilles Deleuze: “durante el vuelo ha pensado en Alicia cayendo interminablemente por el hueco de un árbol. El impacto ha sido seco, rotundo. El lugar de los hechos: Avenida Niel, distrito XVII, París.” ¿Hay alguna forma mejor de caer?
ANTONIO J. ALÍAS