En las lecciones sobre estética que Georg Wilhelm Friedrich Hegel pronunció en Berlín durante el curso de 1826, afirmaba este filósofo alemán: “la inspiración no es el expresarse-a-sí-mismo, sino el olvidarse en la cosa, obtener la elevación en ella y ser el yo vivo del expresar de la cosa.” Parece que este juicio, elaborado por un pensador al que normalmente se tilda de reaccionario, es decir, como alguien opuesto a todo tipo de innovaciones, ha conocido un impacto desigual en la sociedad occidental. En el imaginario colectivo actual, sigue permaneciendo cierta propensión a considerar a las artes como medio de expresión de determinados sentimientos o vivencias subjetivas. Pero si algo ha caracterizado a gran parte de la producción artística contemporánea es el deseo de escapar del sentido vehicular que le había sido otorgado. De este modo, las palabras de Hegel no pueden resultar más esclarecedoras pues, no se trata ya de dar salida a algo que se encuentra instalado en el interior del individuo, sino más bien de conectar lo exterior, lo material, con nuestra intuición y hacerlo —como también defendió otro de los grandes pensadores del pasado siglo, Walter Benjamin— “en el lenguaje”, en lugar de “a través” de él.
Ésta podría ser una de las líneas continuadas por la última novela de Ricardo Menéndez Salmón, La luz es más antigua que el amor, donde tres pintores y un escritor, aunque con tendencias plásticas, buscan acercarse a la realidad —sin pretensiones realistas, ni de calado aséptico— de manera efectiva. “¿No le apetecería pintar la vida tal y como sucede?”, esa es la pregunta que el hijo de Adriano de Robertis, primero de los personajes mencionados, le hacía a su padre al ver un talento malgastado al servicio del poder eclesiástico. Y «La vida tal y como sucede» no son las vírgenes inmaculadas que un pintor del trecento toscano como éste acostumbraba a pintar, sino el hambre, la peste, la muerte, etc. Quizá por ello, y siguiendo uno de los gestos más irónicos que ha conocido el arte contemporáneo, el personaje de Adriano Robertis pinta a su virgen con barba, del mismo modo que Duchamp convirtió a la Gioconda en una bigotuda.
Tampoco Vsévolod Semiasin, otro de los pintores imaginados por Salmón, quiso continuar la propaganda stalinista producida en su patria, ni someterse a los mecanismos de control que dividen a la población entre cuerdos y locos y que, tal y como nos enseñó Foucault, no representan más que otra forma de ejercer el poder sobre la sociedad. Dice este personaje en una carta escrita a su cuñado desde el psiquiátrico en el que fue recluido tras haberse comido sus lienzos: «De un acto simbólico (confundirme con mi propia obra) emana una condición simbólica (loco es aquel cuyos actos no conocen eco)» y, en efecto, éste no es el caso. Dos actos de insumisión que se añaden al que el tercero de los artistas, Mark Rothko, realiza al escapar del producto creado por Greenberg —expresionismo abstracto— y pintar, en esta novela, «la nada».
Las historias de estos tres pintores son atravesadas por la de un escritor, con nombre de personaje literario, Bocanegra, que, ya desde uno de sus primeros textos, comparte con el resto de personajes esa inclinación por lo material mencionada, aunque en este caso sea por una de sus propiedades: la luz. Es así como la estructura de esta novela es hilvanada gracias a los hilos vitales de sus protagonistas y rematada por la costura que todos ellos comparten: la metanarración de un escritor que relata sus historias, y la de él mismo, en el marco de un libro, de nuevo, titulado La luz es más antigua que el amor.
El último de los capítulos que componen la novela de Salmón, y que cierra la forma triádica especular con la que ha sido distribuida, nos muestra a Bocanegra, correlato parcial del propio autor, haciendo una recapitulación del sentido de su literatura, mientras pronuncia su discurso de agradecimiento a la concesión del Nobel. De este modo, un escritor consciente de la inutilidad de su oficio ante las más crueles formas del mal, de las contradicciones inherentes al uso del lenguaje y de la mala fama de la que gozan conceptos como el de belleza en una civilización capaz de quitarse éste nombre a ella misma, se redime pensando en la creación y su capacidad para atenuar el dolor de la vida. No se puede escapar de esta afectación, al menos no el hombre y, por ello, su único consuelo es el de aceptar una existencia no siempre complaciente con nuestro delicado sentir y retratarla en todas sus facetas, sólo de esta manera podrá comprenderla.
Así, si La luz es más antigua que el amor y si, como nos recuerda el joven Bocanegra, ésta existe con independencia de un sujeto que la observe, volvemos al planteamiento inicial y a Hegel: “La objetividad de la exposición [es] un término habitual. [No significa] más que exponer la cosa como tal, no la reflexión ni los pensamientos particulares o los modos de sentir particulares, sino que la cosa como tal ha de trasladarse viva a la representación, a la intuición”, pintando la vida tal y como sucede, escribiéndola, asumiéndola: eso es lo que de forma muy acertada ha hecho Ricardo Menéndez Salmón.
ROSA BENÉITEZ.