espacio de crítica literaria y cultural

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«Productividad de la tristeza», Alberto Gismera [texto inédito]

In Alberto Gismera, Uncategorized on mayo 24, 2008 at 8:47 pm

 

[No incluído en Morthotel. Enviado por el autor]

Manuel se ha levantado de su silla y se ha dirigido al servicio. Una vez allí ha cerrado el pestillo, ha bajado la tapa del inodoro y se ha sentado sobre ella. Tras respirar profundamente durante aproximadamente medio minuto, ha apoyado los codos sobre las rodillas y, sosteniendo su cabeza entre ambas manos, ha empezado a llorar.
Al principio, le era muy difícil manejar el asunto, todo sucedía atropelladamente. Bastaba con mirar la pantalla de su ordenador, comprobar el tiempo que quedaba hasta la hora de la salida, echar un vistazo a uno de los impresos que se acumulan por decenas sobre su mesa, escuchar la incisiva voz de su jefe al teléfono o fijarse unos segundos en los párpados caídos y el relamido flequillo de su compañero de enfrente, para que las lágrimas le vinieran a los ojos sin avisar. Tenía entonces que salir disparado y evitar cualquier tipo de contacto visual con todo aquel que se encontraba en el camino, que son muchos, teniendo en cuenta que su mesa se haya en el otro extremo de la planta. Según sus cálculos, se trata de un trayecto de entre treinta y treinta y tres pasos, sorteando un total de diecinueve mesas y pasando por delante del despacho del Director. Demasiado para alguien tan discreto como Manuel.
Una vez a puerta cerrada, debía esperar el tiempo suficiente para que remitiese el llanto y recomponer su gesto antes de regresar a su puesto de trabajo. Hasta veinticinco minutos había llegado a pasar allí encerrado, para después salir todavía moqueando y con los ojos enrojecidos. Las excusas del resfriado o de la alergia, que dio las primeras veces, habían inspirado las gracias de algunos bromistas – todavía hay quien se dirige a él utilizando el desagradable mote con que le rebautizaron entonces – y en un par de ocasiones, su jefe le reprendió por haberle llamado por teléfono y no encontrarle en su puesto.
-¿Es que sufre usted de incontinencia? – le preguntó una de aquellas veces, con esa musicalidad despectiva que sólo un jefe de oficinistas sabe entonar.
-Un poco – respondió él.
-Pues vaya usted a revisarse la próstata, le pagamos para encontrarle en su sitio no para que se pase el día de paseo al cuarto de baño.
Pero parece que con el tiempo y, todo hay que decirlo, con algunos quebraderos de cabeza, su tristeza ha encontrado un lugar en su rutina. De hecho hoy ya es capaz de controlar cuándo empezar y cuándo terminar de llorar. Soltarse es más bien fácil, le basta con pensar en algo triste o frustrante, y la oficina es un profuso campo de inspiración. Debe hacerlo, eso sí, antes de que lo triste o frustrante se le eche encima por cuenta propia, porque de ser así, el abatimiento se puede tornar incontrolable. Otra cosa es terminar, requiere de una cualidad muy particular de la que no todo el mundo puede presumir: Su sentido de compromiso con la Compañía. Gracias a ello, desde hace aproximadamente un año, Manuel se levanta, va al baño, echa sus lagrimitas y consigue regresar a su mesa en no más de diez minutos. Aunque en algunas ocasiones, como hará hoy, lo divide en dos sesiones de cinco minutos. Su acentuado sentido de la responsabilidad en todo lo referente al trabajo no le permite extender dichas interrupciones de su jornada laboral ni un solo minuto más.
De hecho, hasta hace poco, esos diez minutos de inactividad laboral le parecían demasiado. Tardó meses en llegar a consentírselo a sí mismo. Para ello, valoró cómo las interrupciones podían influir en su desempeño y cómo éste podría afectar finalmente a la productividad anual de la empresa, ya que diez minutos al día durante doscientos veintitrés días laborables sumaban dos mil doscientos veintitrés minutos anuales, exactamente treinta y siete horas y media. Casi una semana de trabajo. Pero aunque estos cálculos apelaban a su estricta ética profesional y le llamaban a prescindir lo antes posible de sus interrupciones, las cuatro o cinco veces que intentó salvar la jornada completa sin llorar, lo pasó tan mal y vio tan reducida su capacidad de concentración y su productividad, que se vio obligado a calcular también los costes que su renuncia al llanto podría ocasionarle a la empresa y a contrastarlos con los anteriores. Resultado: Si su desconcentración seguía el ritmo de aquellos días, podía llegar a suponerle a la Compañía un total de treinta y cuatro días en blanco. En definitiva, era preferible dedicar esos minutos diarios a desahogarse que a tratar de resistirse.
Está seguro de que si pudiera contarle todo esto a su jefe o al jefe de su jefe, si existiera alguna posibilidad de que le escucharan, si pudiera presentarles todas sus estadísticas y cálculos y sus pruebas sobre los efectos benéficos del llanto sobre el desempeño y la productividad, acabarían felicitándole. Porque lo cierto es que, tras su paréntesis diario, se reincorpora a su labor con más ánimo del que tendría si no hubiera llorado. Es muy posible que si no viniera desde hace unos meses haciendo esa pausa diaria, a estas alturas dedicaría más tiempo a abominar contra la empresa que a trabajar por ella.
Manuel es muy observador y ha podido comprobar que entre la mayoría de sus compañeros de oficina predomina el desánimo y a veces incluso la mala leche. Es más que probable, al menos si se tienen en cuenta las teorías sobre la psicología y el comportamiento humanos aplicados al mundo organizacional, que tales síntomas podrían ser producto del mismo sentimiento de frustración que a él le asalta regularmente. Y no cabe la menor duda de que este sentimiento, de no ser tratado a tiempo, podría propagarse entre la plantilla hasta llegar a ser inmanejable, convirtiéndose entonces en un factor extremadamente peligroso para la salud y buen hacer de la Compañía. Por eso ha fantaseado – por supuesto fuera del horario de trabajo – con la idea de que sus interrupciones podrían convertirse en un ejemplo para el resto de compañeros. Incluso añadirse como una iniciativa concreta para implantar la actual política de recursos humanos, concretamente en lo que se refiere al párrafo segundo del capítulo tres, titulado: Una empresa empática y unos empleados comprometidos. Si tal y como reza el inicio de dicho capítulo, la empresa quiere y debe ser sensible a la necesidades de sus empleados, para que estos se comprometan con sus fines, generando así una cultura familiar que estimule la cohesión y la productividad, introducir innovaciones de esta índole sería muy beneficioso para todos.
La dificultad de que algo así suceda, teniendo en cuenta que es improbable que su jefe preste atención a una sugerencia suya – y mucho menos el jefe de su jefe, a quien ni siquiera ha visto en más de tres ocasiones – es el pensamiento elegido para las dos sesiones de llanto de hoy. Raramente utiliza dos pensamientos distintos en un mismo día, los pensamientos elegidos suelen ser siempre lo suficientemente penosos como para servirle en dos sesiones. Y a veces un mismo pensamiento, ya sea mirando una misma problemática desde varias experiencias distintas o identificando nuevos problemas derivados de otros ulteriores, puede servirle para varios días. No es la primera vez que piensa en la incomunicación con otros niveles jerárquicos. Hace unos días, fue el recuerdo de aquella mañana en que, tras darle los buenos días al Director, éste le miró con extrañeza un segundo y siguió su camino sin responderle. Hoy, sin embargo, ha sido la ocasión en que su jefe, tras una sugerencia suya y delante de varias personas del departamento – bromistas incluidos -, le respondió:
-¿No cree usted, Gonzalo, que si necesitáramos su criterio para este tipo de cosas formaría parte del equipo directivo? Usted haga bien su trabajo que nosotros trataremos de hacer bien el nuestro.
Aquello le dolió en el corazón. Después de varios años trabajando día a día con aquel hombre, no sólo no mostraba el más mínimo interés en su criterio, sino que ni siquiera recordaba su nombre. Este es sin duda uno de sus peores recuerdos laborales y ha resultado muy eficaz como desencadenante de su llanto de hoy, probablemente volverá a utilizarlo más adelante.
De cualquier manera, llegue o no a servirle a otros algún día, a Manuel este paréntesis le viene estupendamente. Ahora regresa a su mesa, le echa un vistazo desafecto a los párpados caídos y el flequillo de su compañero e inmediatamente después toma uno de los impresos del montón y comienza a revisarlo con el mismo entusiasmo de su primer día de trabajo.

ALBERTO GISMERA

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Muertes S.L. «Morthotel (Vaciología I)» Alberto Gismera

In Alberto Gismera, Uncategorized on mayo 12, 2008 at 4:49 pm

 

 

La Academia de Medicina de Nueva York dio a conocer un estudio que revela que un 10% de la gente que se quiere suicidar en Manhattan son turistas. Lo raro de esto es que esos turistas llegan a la ciudad de los rascacielos sólo para llevar a cabo su suicidio.

 

http://sobreturismo.es/2007/11/05/nueva-york-el-lugar-perfecto-para-suicidarse

 

 

Indiscutiblemente debemos partir del mundo del consumismo

 

Gilles Lipovetsky

 

        

         Según cuentan, Superman murió de capitalismo severo. Esto es lo que se puede extraer de las noticias que aparecen en la prensa escrita de las últimas semanas. Ni la Kryptonita más verde ni el malísimo Lex Luthor –devenido en empresario codicioso para estos tiempos del ejecutivo emprendedor- han podido con él. Una simple bajada en las ventas de sus aventuras dieron al traste con el paquete rojo y perfecto (la capa es ya un lugar común, un topos manido de viñeta) más poderoso de la modernidad (ilustrada). Y de eso se trata: de negocios, de propiedades corporativas, de productos, de sus ventas, de pérdidas, ofertas, demanda, marketing, etc. En el cambio de la modernidad a la posmodernidad, los modelos de impecable protagonismo, los héroes, se han perdido para (des)hacerse en un individualismo anónimo casi imperceptible, y por tanto han quedado esparcidos, multiplicados en un sistema cimentado en el consumismo atroz y en la maquilladísima seducción de las imágenes. Entre uno y otro modelo se halla o se construye el vacío. Ahora nada es perfecto, pero existen miles de productos que nos –a nosotros: diferentes, imperfectos, personales-  ofrecen una travesía que va del consumo al bienestar, del control a la aparente libertad. Excesos. Es lo que Lipovetsky ha convenido en llamar proceso sistemático de personalización: «consiste esencialmente en multiplicar y diversificar la oferta, en proponer más para que uno decida más, en sustituir la sujeción uniforme por la libre elección, la homogeneidad por la pluralidad, la austeridad por la realización de los deseos». Si se admitiera la palabra “héroe” para referirse a la posmodernidad, pensaríamos en el vecino del quinto que ha superado los castings de la décima edición de Gran Hermano y que compra en el hiper de la esquina cuando llegan las ofertas de la temporada, por ejemplo. Hecho el contrapunto, descrito el “antihéroe”, queda decir que estos tiempos post o hipermodernos -va introduciendo Lipovetsky- son los de la cotidianidad, concepto clave que apunta a las colas en las carnicerías y a la continuidad de la vida ad eternam. Por todo esto, la muerte de Superman es improbable. Mientras al superhéroe se le somete a una operación de cirugía plástica, nunca mejor dicho, el futuro se hará presente continuo. La muerte queda, entonces, como estrategia de marketing, un simulacro social al que, paradójicamente –la paradoja es una lógica en la posmodernidad, apunta Sébastien Charles-, interesa alargar la vida para inducir al consumo, a perecer en la seducción constante.

 

         Así, de la vida cuyo correlato es la muerte comercializada o de la muerte cool como trasfondo de una sociedad hipermoderna, Morthotel construye una empresa utópica (servicios mortales en un hotel a la última) a ojos de nuestro presente, previsión o no de otro momento para planteamientos o deconstrucciones éticas y morales. Por eso, también es esta novela una empresa literaria: un agenciamiento maquínico (deleuziano) cuya función principal es la fabuladora, es decir, la proyección de otra sociedad (im)posible o la concreción discursiva-ficcional de la contemporaneidad vacía preconizada ya por Gilles Lipovetsky: «Hipercapitalismo, hiperclase, hiperpotencia, hiperterrorismo, hiperindividualismo, hipermercado , hipertexto, ¿habrá algo que no sea “hiper”?». Hay un rizoma, pues, que arrastra al papel lo que ya atravesó el sin-sentido nietzscheano: el vacío. Aquí un informe.

 

1º.- ESPACIOS, LOCALES. La llegada de un nuevo tiempo social, -un presente siempre en miras de un futuro-, supone cambios, movimientos y desórdenes que lo preparan para un nuevo devenir. Esto es, no existen elementos fijos cuando hablamos del Ser humano en relación a su existencia. En el movimiento, en el flujo, se constituyen no sólo los espacios gnoseológicos e ideológicos, sino también los lugares de representación civil, a pesar todo ello de su evidente fisicidad: «en esta época de renovación constante la gente cambia a una celeridad pasmosa. De imagen, de trabajo, de vivienda, de muebles, de vehículo, de pareja. La identidad de los individuos de hoy en día se reinventa en períodos cada vez más cortos de tiempo». El ladrillo se convierte en hormigón autocompactable a la misma velocidad que tales estructuras subvierten su contenido hacia otro tipo negocio. Un hotel o un edificio de empresas corresponderían a esta lógica urgente de la posmodernidad, entendida ésta bajo los condicionamientos del capitalismo tardío. Michel Foucault  denominó a estos espacios otros: «lugar que determina un conjunto de relaciones espaciales irreductibles a las inmediaciones geográficas y sociales» (Bruce Bégout). Hay también que tener en cuenta la impronta veloz de la escritura en su práctica del devenir. Pero, ¿qué ocurre cuando un hotel de lujo deja paso a un centro especializado para la asistencia de la muerte? A las propias dimensiones del hotel, lugar donde se difuminan espacio público y espacio privado, se le ha de sumar la atrevida idea consumista de explotar comercialmente la muerte en una serie de productos, que es donde Morthotel  hace coincidir (confundir) estos espacios con las proximidades éticas y morales. Puede haber en todo esto una delimitación tranquilizadora –o punto de fuga, según se mire-: la literatura y su particular cartografía espacio-temporal hacen conectar, casualmente, esta novela con el fragmento 45 de Nocilla Experience de Fernández Mallo, donde Ernesto, un arquitecto de Nueva York prepara un proyecto mortal: la Torre para Suicidas. La comprensión del logos, como apunta Vicente Luis Mora en Pasadizos, no puede ser entendida sin la presencia del locus, de su propio locus.

 

2º.- ORGANIZACIÓN Y ESTRUCTURA EMPRESARIAL. La novela, dividida en capítulos numerados, se organiza en una falsa linealidad. Morthotel se aprecia mejor desde un ritmo narrativo continuo –de ahí la sensación lineal- que no parte de un pasado ni se dirige a un desenlace claro. El primer capítulo no desvela nada evidente en términos de trama narrativa, al contrario, la in medias res discursiva desordena forzosamente la historia, haciendo sin embargo que, poco a poco, el lector que ya está habitando el desorden, advierta y relacione historia(s) y personajes. El efecto de este caos busca una multiplicidad climática en la narración, lo que viene a manifestar que en la historia que se cuenta convergen otras no menos importantes porque la jerarquía, al igual que en la hipermodernidad que se escribe, queda abolida. Sin embargo, marcan (significan) los números ordinales. En la paradoja hipermoderna el estilo se despliega entre el orden y el desorden en un intento de dar cuenta del exceso.

 

         Igualmente, habiendo ya mencionado los personajes, la especialización de la novela tiene que ver también con la identificación de los personajes que por ella pululan. Tirando del desorden aparente, cada capítulo va integrando al sistema narrativo uno o dos personajes, a la vez que los delimita (los construye, los posiciona). Esta opción responde muy bien a otra de las contradictorias ideas con las que Lipovetsky caracteriza la cultura hipermoderna: cuanto mayor es el proceso de personalización en un individuo -es decir, emancipado, libre, autónomo-, mayor será su integración en una sociedad democratizada o igualitaria, por ende extremadamente anónima. Sabemos quién es cada personaje cuando entra en el juego de las relaciones con el resto. Vinculados todos ellos al contexto laboral (y sentimental: he aquí lo novelesco, el intenso rizomilla amoroso) de la empresa Morthotel, podemos decir de ellos que se conforman en un organigrama literario, pero, claro está, un organigrama que se deshace a través del ritmo marcado de la ficción. El asunto presuntamente central de la novela, el devenir de un hotel-empresa dedicado a la muerte, queda así desplazado o multiplicado en las vitales selecciones narrativas de los distintos personajes. ¿Se cuenta la muerte o se cuenta la vida? La respuesta la da uno de los personajes, cliente del Morthotel, en la que su elección de entre las muertes a la carta acaba por expresarse de la siguiente manera: «Lo que yo quiero es vivir».

 

3º.- PLAN FINANCIERO O DE INVERSIONES (VALORES DE-CISIVOS). La novela es, por tanto, un espacio transitado, recorrido por multiplicidades, por otras posibilidades, abierto desde un tiempo real (J. L. Molinuevo) -el nuestro, convenciéndose a lo hiper-, hacia la recreación de otro tiempo, una posmodernidad más concreta, consecuente, si es que esto se puede decir, una hipermodernidad otra. Precisamente, esta última se erige sobre una sociedad otra basada, a su vez, en un consumismo otro. La seducción, usada como marketing ficcional, conlleva una carga decisiva (de-cisión, separación). La hendidura abierta promete un flujo entre ambas sociedades (la hipermodernidad anunciada por Lipovetsky y la hipermodernidad descrita en esta novela), que se antoja como una simulación práctica de la simulación en la que se circunscriben estos tiempos. La apuesta de Morthotel es casi un decálogo antropológico de esta sociedad hecha en el hedonismo del presente. La popularmente conocida como “fiebre consumista” se diversifica literariamente en productos utópicos. ¿Quién imagina la muerte como un servicio con fines comerciales? La muerte no es ya un fin, sino un medio rentable orientado hacia una sociedad del bienestar: En un estado del bienmorir la metafísica es una aporía.     

 

4º.- PLANIFICACIÓN JURÍDICA Y FISCAL (VALORES EST-ÉTICOS). «El individuo de hoy puede elegir a su gusto cómo ordenar la mayoría de los aspectos de su vida: la alimentación, la salud, el ocio, el amor, el transporte, la gestión de su dinero, el vestido […] ¿No merecemos también contar con la opción de elegir el momento y la manera de terminar? ¿No tenemos el derecho a poder personalizar también nuestro final?». La democratización de la muerte (legislar jurídicamente la eutanasia y el suicidio) se conforma como un plan de consistencia en la novela, en la que ética y moral se consolidan en una política de f(r)icción.

 

 

 Deleuze diagnostica, entonces, sociedades enfermas a través de lo flujos sociales, culturales o políticos que están en permanente conexión con la escritura (de ahí su crítica), que se convierte así en línea de fuga, cura o empresa de salud de esos mismos poderes o fuerzas opresivas (de ahí su clínica). La literatura de Morthotel es, en este caso, un filtro del espacio social, individual y colectivo, posmoderno, pues en la constitución de nuevas formas siempre se abandona una situación por defecto para la consumación de lo perfecto (no ideal). Aquí hay un viraje expresivo que se transmuta por partida doble: la consumación por consumición y lo perfecto por el exceso. La des-medida, lo excesivo tiene que ver más con la literatura que con lo humano:

 

«La ley que regula la eutanasia y el suicidio se aprobó tras años de arduas investigaciones y pleitos en los que especialistas en diversas disciplinas se esforzaron por demostrar, en primer lugar, que la muerte no era un instante –lo que venía considerándose el verdadero momento de la muerte era lo que médicamente se consideraba muerte clínica, es decir, el cese de las funciones orgánicas-, sino un proceso de paulatino e irreversible deterioro de los órganos vitales. Así, si la muerte no era un instante, sino un proceso fatal en que el que al sufrimiento del dolor físico se sumaba el sufrimiento de conocer su irreversibilidad, la eutanasia no podía ser considerada como una interrupción de la vida, sino como una interrupción de la agonía»

 

Tras esta ficcionalización normativa de la muerte self-service, el exceso -que dicho sea de paso, es propiamente posmoderno- se muestra en su grado máximo en las páginas en las que se transcriben las notas, apreciaciones, que sobre los clientes del hotel ha realizado un empleado de los servicios. Una especie de Sorpresa, Sorpresa personalizado por un actor, Melanio, justo en el momento de la muerte. Simulacro, Simulacro:

 

«Nombre del cliente: Amanda Román Casado. Edad: 52. Profesión: Cuerpo Diplomático. Habitación: 422. Área: A. Hora: 23:00. Tipo de deceso: Inyección. Descripción de la simulación: Amante secreto, de nombre amadeo. El atuendo es indiferente. Acabo de regresar del exilio, tuve que dejar el país por activismo antigubernamental. Vuelvo sin garantías de amnistía, jugándome la vida para pasar con ella sus últimas horas. Fue un amor apasionado y muy tortuoso, debido a que mi actividad ilícita y a las constantes sospechas de su marido, el hombre con quien estaba casada desde la adolescencia, un buen hombre que la quería y a quien ella evitaba hacer ningún daño. Observaciones propias: Dudo que amadeo haya existido jamás, incluso es posible que tampoco haya estado casada.»

 

5º.- ESTUDIO CONCRETO DE MERCADO (OBJETIVOS). El post más antiguo es el posmortem, sin embargo nada asegura, en términos productivos, un rendimiento aprovechable de estos servicios. La devaluación de las grandes religiones en detrimento de un pluralismo creyente enlaza, al final de la novela, todos los temas de la misma. Porque en la raíz de la creencia reencarnacionista propuesta por un gurú sectario y ficticio llamado Aristóteles Saharsa, se esconden fines que poco tienen que ver con la espiritualidad: pagar una muerte es una inversión de futuro, la muerte como producto de masas, eso sí, personalizada. Hay un poder de seducción mayor en lo ideológico, en lo oscuro, que sigue estando por encima de los valores bursátiles, aunque, claro está, nunca se pone de manifiesto en Morthotel. La idea emancipadora y democrática sigue siendo una cuestión de manipulación invisible en la hipermodernidad. Con esta gran paradoja se engloba las restantes, relaciones difícilmente conciliadoras: productivismo empresarial frente a los códigos deontológico (también laborales); conciencia individual ante conciencia colectiva; libertad-control, responsabilidad-irresponsabilidad, información-espectáculo, etc. Es en estos vínculos donde el vacío se desarrolla.

 

         Morthotel bien pudiera parecer un ensayo antropológico si Alberto Gismera, su autor, se llamara realmente Gilles Lipovetsky. La tensión entre vida y muerte sostiene el conflicto último de la literatura entre lo real y la ficción. 

 

ANTONIO J. ALÍAS