Manuel se ha levantado de su silla y se ha dirigido al servicio. Una vez allí ha cerrado el pestillo, ha bajado la tapa del inodoro y se ha sentado sobre ella. Tras respirar profundamente durante aproximadamente medio minuto, ha apoyado los codos sobre las rodillas y, sosteniendo su cabeza entre ambas manos, ha empezado a llorar.
Al principio, le era muy difícil manejar el asunto, todo sucedía atropelladamente. Bastaba con mirar la pantalla de su ordenador, comprobar el tiempo que quedaba hasta la hora de la salida, echar un vistazo a uno de los impresos que se acumulan por decenas sobre su mesa, escuchar la incisiva voz de su jefe al teléfono o fijarse unos segundos en los párpados caídos y el relamido flequillo de su compañero de enfrente, para que las lágrimas le vinieran a los ojos sin avisar. Tenía entonces que salir disparado y evitar cualquier tipo de contacto visual con todo aquel que se encontraba en el camino, que son muchos, teniendo en cuenta que su mesa se haya en el otro extremo de la planta. Según sus cálculos, se trata de un trayecto de entre treinta y treinta y tres pasos, sorteando un total de diecinueve mesas y pasando por delante del despacho del Director. Demasiado para alguien tan discreto como Manuel.
Una vez a puerta cerrada, debía esperar el tiempo suficiente para que remitiese el llanto y recomponer su gesto antes de regresar a su puesto de trabajo. Hasta veinticinco minutos había llegado a pasar allí encerrado, para después salir todavía moqueando y con los ojos enrojecidos. Las excusas del resfriado o de la alergia, que dio las primeras veces, habían inspirado las gracias de algunos bromistas – todavía hay quien se dirige a él utilizando el desagradable mote con que le rebautizaron entonces – y en un par de ocasiones, su jefe le reprendió por haberle llamado por teléfono y no encontrarle en su puesto.
-¿Es que sufre usted de incontinencia? – le preguntó una de aquellas veces, con esa musicalidad despectiva que sólo un jefe de oficinistas sabe entonar.
-Un poco – respondió él.
-Pues vaya usted a revisarse la próstata, le pagamos para encontrarle en su sitio no para que se pase el día de paseo al cuarto de baño.
Pero parece que con el tiempo y, todo hay que decirlo, con algunos quebraderos de cabeza, su tristeza ha encontrado un lugar en su rutina. De hecho hoy ya es capaz de controlar cuándo empezar y cuándo terminar de llorar. Soltarse es más bien fácil, le basta con pensar en algo triste o frustrante, y la oficina es un profuso campo de inspiración. Debe hacerlo, eso sí, antes de que lo triste o frustrante se le eche encima por cuenta propia, porque de ser así, el abatimiento se puede tornar incontrolable. Otra cosa es terminar, requiere de una cualidad muy particular de la que no todo el mundo puede presumir: Su sentido de compromiso con la Compañía. Gracias a ello, desde hace aproximadamente un año, Manuel se levanta, va al baño, echa sus lagrimitas y consigue regresar a su mesa en no más de diez minutos. Aunque en algunas ocasiones, como hará hoy, lo divide en dos sesiones de cinco minutos. Su acentuado sentido de la responsabilidad en todo lo referente al trabajo no le permite extender dichas interrupciones de su jornada laboral ni un solo minuto más.
De hecho, hasta hace poco, esos diez minutos de inactividad laboral le parecían demasiado. Tardó meses en llegar a consentírselo a sí mismo. Para ello, valoró cómo las interrupciones podían influir en su desempeño y cómo éste podría afectar finalmente a la productividad anual de la empresa, ya que diez minutos al día durante doscientos veintitrés días laborables sumaban dos mil doscientos veintitrés minutos anuales, exactamente treinta y siete horas y media. Casi una semana de trabajo. Pero aunque estos cálculos apelaban a su estricta ética profesional y le llamaban a prescindir lo antes posible de sus interrupciones, las cuatro o cinco veces que intentó salvar la jornada completa sin llorar, lo pasó tan mal y vio tan reducida su capacidad de concentración y su productividad, que se vio obligado a calcular también los costes que su renuncia al llanto podría ocasionarle a la empresa y a contrastarlos con los anteriores. Resultado: Si su desconcentración seguía el ritmo de aquellos días, podía llegar a suponerle a la Compañía un total de treinta y cuatro días en blanco. En definitiva, era preferible dedicar esos minutos diarios a desahogarse que a tratar de resistirse.
Está seguro de que si pudiera contarle todo esto a su jefe o al jefe de su jefe, si existiera alguna posibilidad de que le escucharan, si pudiera presentarles todas sus estadísticas y cálculos y sus pruebas sobre los efectos benéficos del llanto sobre el desempeño y la productividad, acabarían felicitándole. Porque lo cierto es que, tras su paréntesis diario, se reincorpora a su labor con más ánimo del que tendría si no hubiera llorado. Es muy posible que si no viniera desde hace unos meses haciendo esa pausa diaria, a estas alturas dedicaría más tiempo a abominar contra la empresa que a trabajar por ella.
Manuel es muy observador y ha podido comprobar que entre la mayoría de sus compañeros de oficina predomina el desánimo y a veces incluso la mala leche. Es más que probable, al menos si se tienen en cuenta las teorías sobre la psicología y el comportamiento humanos aplicados al mundo organizacional, que tales síntomas podrían ser producto del mismo sentimiento de frustración que a él le asalta regularmente. Y no cabe la menor duda de que este sentimiento, de no ser tratado a tiempo, podría propagarse entre la plantilla hasta llegar a ser inmanejable, convirtiéndose entonces en un factor extremadamente peligroso para la salud y buen hacer de la Compañía. Por eso ha fantaseado – por supuesto fuera del horario de trabajo – con la idea de que sus interrupciones podrían convertirse en un ejemplo para el resto de compañeros. Incluso añadirse como una iniciativa concreta para implantar la actual política de recursos humanos, concretamente en lo que se refiere al párrafo segundo del capítulo tres, titulado: Una empresa empática y unos empleados comprometidos. Si tal y como reza el inicio de dicho capítulo, la empresa quiere y debe ser sensible a la necesidades de sus empleados, para que estos se comprometan con sus fines, generando así una cultura familiar que estimule la cohesión y la productividad, introducir innovaciones de esta índole sería muy beneficioso para todos.
La dificultad de que algo así suceda, teniendo en cuenta que es improbable que su jefe preste atención a una sugerencia suya – y mucho menos el jefe de su jefe, a quien ni siquiera ha visto en más de tres ocasiones – es el pensamiento elegido para las dos sesiones de llanto de hoy. Raramente utiliza dos pensamientos distintos en un mismo día, los pensamientos elegidos suelen ser siempre lo suficientemente penosos como para servirle en dos sesiones. Y a veces un mismo pensamiento, ya sea mirando una misma problemática desde varias experiencias distintas o identificando nuevos problemas derivados de otros ulteriores, puede servirle para varios días. No es la primera vez que piensa en la incomunicación con otros niveles jerárquicos. Hace unos días, fue el recuerdo de aquella mañana en que, tras darle los buenos días al Director, éste le miró con extrañeza un segundo y siguió su camino sin responderle. Hoy, sin embargo, ha sido la ocasión en que su jefe, tras una sugerencia suya y delante de varias personas del departamento – bromistas incluidos -, le respondió:
-¿No cree usted, Gonzalo, que si necesitáramos su criterio para este tipo de cosas formaría parte del equipo directivo? Usted haga bien su trabajo que nosotros trataremos de hacer bien el nuestro.
Aquello le dolió en el corazón. Después de varios años trabajando día a día con aquel hombre, no sólo no mostraba el más mínimo interés en su criterio, sino que ni siquiera recordaba su nombre. Este es sin duda uno de sus peores recuerdos laborales y ha resultado muy eficaz como desencadenante de su llanto de hoy, probablemente volverá a utilizarlo más adelante.
De cualquier manera, llegue o no a servirle a otros algún día, a Manuel este paréntesis le viene estupendamente. Ahora regresa a su mesa, le echa un vistazo desafecto a los párpados caídos y el flequillo de su compañero e inmediatamente después toma uno de los impresos del montón y comienza a revisarlo con el mismo entusiasmo de su primer día de trabajo.
ALBERTO GISMERA