Si pura fuera la contemplación
la calle sin memoria, los quehaceres
sin referencia y ábaco
sería mirar, hacer, ser hecho, respirar luz y aire.
Aníbal Núñez. Primavera soluble.
Han sido muchos los que han tratado de ir de la apariencia a la esencia, de lo fenoménico a la cosa en sí, de lo contingente a lo permanente, olvidando muchas veces en esta búsqueda que aquello que despreciaban por ininteligible era parte, y parte esencial, de su desideratum.
Decía María Zambrano que el poeta quiere “cada una de las cosas sin restricción” porque teme que en la abstracción de lo que se conoce como unidad, se pierdan todos los matices de las cosas. Ahora bien, dejando de lado la distinción de la pensadora entre Filosofía y poesía, puesto que vamos a hablar de un poeta que filosofa o de un filósofo que poetiza, podríamos decir que ésta es la voluntad de Kostas Vrachnos en El hambre del cocinero; la de dar palabra y voz a lo que es, pero también a lo que no ha podido ser.
Este poeta griego se sitúa en una de las disputas más tradicionales del mundo occidental para desacreditarla y mostrar su sinsentido, en una poesía llena de pensamiento. La Modernidad se encargó de perpetuar la noción de que la realidad estaría compuesta por una serie de “accidentes”, que no venían sino a manifestar la presencia de algo oculto, imperceptible para la mente humana y por ende inconcebible; de ahí que toda mímesis fuese imperfecta. Dice Vrachnos en uno de sus versos “De repente el espejo y la ventana resultaron tan parecidos” y es que el copiar y el representar, a través del filtro de la palabra, no dejan de tener en el fondo el mismo sentido y semejante obstáculo; el artífice del lenguaje, “el cocinero”. Sigue el poema: “Y no se parecerían tanto/ si tuvieses un árbol de dependencia, un pozo de referencia/ un criterio del criterio, una manzana que regrese al manzano” un lugar al que ir a buscar la certeza inalcanzable, puesto que “soy el ambivalente, el dudoso, el anfibio”.
Vrachnos ejercita en sus poemas aquello que predica; dejar que la imaginación creativa construya incertidumbres capaces de sostenerse en el lenguaje, nuestra arma vital. De ahí que el aspecto irreal de algunos de sus poemas, no sea sino suprarreal, un mecanismo que intenta hacer que incluso las cosas que no se manifiestan, sean: “Ni placer de tierra ni fervor de Dios. / Siempre un poco de sed, un poco de hambre”. Sed y hambre de ir más allá, de que la sombra sea considerada parte de la figura.
Tampoco el tono elegiaco es el habitual. A pesar de estar muy presente el lamento por la muerte del hermano del poeta (tal y como se nos dice en “El jardín de los Vrachnos”, texto a modo de prólogo de Juan Vicente Piqueras-traductor, junto al propio poeta, del libro), también hay un sufrimiento por lo fantasmagórico, por lo que se relega al tiempo y al espacio del qanatoV, estando aún muy vivo. Por eso la memoria, además de lo sentido, se propone como material de la imaginación y de su poder resucitador.
6. Sensación
He sentido de veras una sensación falsa,
el monte Imitós con forma de hipopótamo
durmiendo sin respirar,
ay, estamos surcando el páncreas de un febrero navegable,
quiero hacer uso de mi hambre y no puedo,
me tomarán por loco los imbéciles, los sabios por arrogante,
el perro del patio está ladrándole al perro del sueño,
despertando en teoría a todos lo vecinos.
Es pues ésta una sinfonía de verdades aparentes, de imágenes que se cortan y antinomias emocionales, que encuentran su unidad en el des-orden y la música del lenguaje.
ROSA BENÉITEZ ANDRÉS