You can call me a car lover
cos I love it in a motor
and the way it feels
to ride around on new wheels
Elastica. Car song.
Tiempo, espacio, mirada, pensamiento, pathos… hoy todo parece estar intervenido por la enormidad tecnocientífica de la sociedad-época en la que nos encontramos; una dinámica aparentemente establecida en torno al concepto de desaparición que ahonda con tino en el sentimiento de desposesión de uno en relación con el mundo, en la propia «huída del hombre ante su incompletud congénita» (por utilizar los términos de Paul Virilio), en muchos casos motivada por la insatisfacción de ser uno mismo, y uno mismo frustrado.
Una dinámica (signo de nuestro tiempo) que conlleva una solidez interna tal que no sólo interviene en nuestra percepción de las cosas, sino también en la conformación de nuestra propia identidad, dando lugar así a todo un abanico de experiencias inéditas, como bien muestra ya de partida el título de este primer libro de Raúl Quirós Molina: El día que me enamoré de mi BMW. Un rótulo que bien podría tomarse como una declaración en contra del gregarismo generalmente asociado a los estándares y formatos tradicionales, pero también y al mismo tiempo como apuesta firme por la sorpresa y la ironía como formas de articulación del imaginario en él revertido.
Un imaginario que nosotros, lectores, recorremos como quien pasara su dedo por una Banda de Moebius a través de una serie de referentes tales como Celan o Valente o iconos del porno y el tapersex como Raven Riley y Ann Summers. Aunque siempre desde una distancia prudente que nos redime de tomarlos demasiado en serio, pues paradójicamente son siempre otros los mitos, y cada vez mayor (recordando ahora unos versos de Pablo García Casado) el tiempo que pasamos viviendo «al otro lado de la pantalla / mirando el amor por los anuncios»: siluetas eléctricas a través del portátil.
[…] si todo lo que sé de ti es
C:\xxx_Porno_Msn_WebCam_Amateur.mpg
Pedazos.
Porque he comprado
tu corazón de plástico,
tu cuerpo desmembrable.
Partes que suplen la naturaleza incompleta de aquello que amamos, fragmentos preciosos (ausencia materializada que nos mueve al deseo), fetiches inconmesurables. Porque para el amor no hay formas privilegiadas, a lo sumo, lugares. Imágenes, máquinas, artefactos… las cosas físicas también pueden introducirse en el corazón de nuestras propias necesidades: al fin y al cabo, «la absoluta importancia de las cosas físicas ha sido en toda época refugio común para la debilidad y el ciego descontento» del individuo en crisis (Thomas Carlyle). En ocasiones, una solución inestimable para la falta de solidez de la entidad humana.
(Ulises, ¿dónde estás Ulises?)
[…]
hay quien sigue creyendo que allí hay miel,
o peor: que haya miel en absoluto.
Y es que en este libro puede reconocerse un tibio trasfondo existencial (principalmente en los poemas recogidos bajo el subtítulo primero: Los días de la semana) que impregna ese modo condescendiente de proyectar la existencia monótona y hostil de un tú (que es nosotros) anónimo y rutinario; insatisfecho. Porque la insatisfacción es una forma más de ser uno en el mundo, tan lícita como cualquier otra. Siendo aquí, en este bloque, donde mejor se reconoce la carencia, el punto cero de la existencia: el residuo, y lo que es quizá más grave, la falta de tiempo (un despertador/ que te avisa/ de lo tarde que llegas,/ otro día más,/ al trabajo de siempre) y de concierto con uno mismo.
Ni la guerra del Líbano,
ni la licencia GPL,
ni el cáncer que secretamente
incuban tus cojones
cambiarán el sabor
del café de oficina
durante los próximos
treinta y cinco años.
Aunque también, porque este libro es fundamentalmente oscilante, encontramos poemas que articulan una estructura semántica diferente, más centrada quizá en el perfil de una poética pretendidamente dispersa que ya nos revela valiosos aciertos, y que sin lugar a dudas promete futuros. Pienso ahora en los poemas contenidos en el bloque segundo (Otros poemas), un catálogo de textos heterogéneos donde ya se apunta una inminente supuración verbal. Sin restricciones, sin límites auto-impuestos, llamando a las cosas por su nombre.
Habiendo aprendido bien aquella lección que decía: «en poesía es más importante la palabra manzana que la palabra soledad».